jueves, 27 de enero de 2011

Sin pestañas


Rosana Román

El amor más extraño que he sentido en mi vida fue el que sufrí hace unas semanas y del cual todavía me estoy recuperando.
Si lo cuento es porque estoy seguro de que nunca a nadie le ha pasado nada igual, ni le ocurrirá en este siglo.
Fue el primer lunes de otoño, cuando el cielo amaneció completamente gris y amenazaba descargar de un momento a otro. Quizás por eso me llamó la atención aquella mujer sentada en la parada del autobús. No parecía tener prisa, a juzgar por la cantidad de autobuses que pasaron sin que ella se inmutara. Me acerqué con disimulo, lentamente, para poder verla de cerca. Fue entonces cuando de mi interior pareció escaparse un pájaro invisible que fue a posarse en su mano. En ese momento sentí que ella me había atrapado sin siquiera haber movido un músculo.
Su rostro inocente de ojos almendrados reflejaba una actitud de indefensión que me sobrecogió. Era menuda, con rasgos definidos y perfectos. Sólo había una alteración que me desconcertaba: no tenía pestañas.
No, no es que las tuviera rubias y poco visibles, es que carecía de vello, tanto en los párpados como en las cejas.
Quizás fuera ese el motivo de su extraña mirada, o las tenues ojeras que rodeaban sus ojos y que me sugirieron que podía haber llorado, pero prisionero de ella como me sentía, no podía hacer otra cosa que intentar que me mirara.
“Buenos días” dije, pero no me respondió, sólo giró su rostro hacia mí de una forma que me pareció algo seca y lo volvió a girar de nuevo para mirar al frente. Ni una sola vez oteó a su izquierda para ver si llegaba su autobús, lo que me convenció de que estaba sentada allí como lo podía haber estado en un banco del parque.
¿A quién esperaba? Yo quise creer que me esperaba a mí, que necesitaba ser salvada de algo o de alguien y que allí estaba yo dispuesto a hacerlo, porque me había prendado de aquella criatura que parecía más angelical que humana.
En mi deseo de hablar con ella, insistí con una torpeza digna de mención: “Parece que va a caer una buena…”, y de nuevo ella giró mecánicamente la cabeza, pero esta vez se quedó un rato mirándome. En realidad mirando hacia donde yo estaba, porque sus desnudos ojos no reflejaron muestra alguna de reconocimiento. Miraban a través de mí, como si yo no existiera.
Una punzada de dolor invadió mi costado. No era la primera vez que me sentía ignorado, pero sí la primera que me dolía de una forma inexplicable.
¿Se puede uno enamorar en décimas de segundo? ¿Puede alguien inspirar tanto amor y dolor al mismo tiempo? Todavía hoy me lo pregunto y no encuentro respuesta.
Cuando volvió de nuevo su vista al frente, me sentí algo más capaz de mirarla por entero. Llevaba un vestido de tirantes de seda azul cielo que apenas le llegaba a medio muslo, su piel era blanca como si jamás la hubiera rozado el sol. Pensé que debería tener frío pero no observé en ella ni un temblor, ni la minima alteración en su piel de alabastro.
Con el desasosiego de un adolescente que no sabe como declararse, me senté junto a ella y dejé que el tiempo pasara. Por primera vez en veinte años iba a llegar tarde al trabajo, pero nada podía apartarme del magnetismo de aquella singular mujer.
No sé cuánto rato permanecimos allí, el uno junto al otro sin siquiera tocarnos, cobijados, bajo la marquesina, de la lluvia que cayó durante un buen rato hasta que por fin escampó. En un momento de atrevimiento, me quité la chaqueta y la puse sobre sus hombros. Ella no me dio las gracias, pero tampoco la rechazó.
Nadie durante ese rato interrumpió nuestro encuentro. Nadie se acercó para coger el autobús. Si paró alguno y bajo gente, ni lo recuerdo. Sólo me queda la imagen de mi amada junto a mí, ambos sentados en el banco compartiendo el silencio. Llegué a sentirme razonablemente feliz.
De pronto, una furgoneta blanca frenó bruscamente ante nosotros y de la parte trasera salieron dos hombres con uniforme negro. Todo pasó en décimas de segundo. La chica se levantó en seco e hizo un intento de escapar. Mi chaqueta resbaló de sus hombros y cayó al suelo, me agaché para recogerla y, al levantarme, vi que entre dos hombres la llevaban en volandas y la metían en la furgoneta. Ella se resistía y antes de perderse en la oscuridad del interior del vehículo, extendió su brazo hacia mi y, esta vez sí, me miró suplicante.
Sólo pude decir: “¡Eh!”, “¡oigan!”, “¿qué hacen?”, tres exclamaciones absurdas, sin sentido, antes de que el coche empezara a alejarse.
Reaccioné por fin parando un taxi. Pedí al taxista que los siguiera. Durante quince minutos circulamos tras la furgoneta, atravesando calles y avenidas que desembocaban en la zona antigua de la ciudad.
Un semáforo en rojo nos distanció, pero volvimos a divisarla a tiempo de comprobar que giraba hacia el aparcamiento de la Estación Central. El taxista me dejó en la entrada y corrí entre los coches sin perder de vista el vehículo. Al llegar a su altura, ya habían descargado una gran caja perfectamente embalada y la desplazaban en una carretilla hacia la entrada de la zona de los trenes de mercancías.
-¿Qué han hecho con la chica?- grité desesperado.
-¿Qué chica?- respondió uno de los cuatro hombres fornidos que custodiaban la caja.
-La que acaban de secuestrar…
Los cuatro rieron al unísono y el que había hablado se me acercó a pocos centímetros para intimidarme.
-Lárguese de aquí si no quiere que llame a la policía.
Mientras me amenazaba, los otros tres se la llevaban empujando la carretilla. Empecé a gritar e intenté alcanzarlos pero sentí un mazazo en el pómulo y perdí el conocimiento.
Cuando me incorporé, no había nadie a mi alrededor. Sólo la furgoneta de alquiler que habían utilizado permanecía en su lugar. Buscando alguna pista intenté abrir la puerta, pero estaba cerrada. Luego me dirigí hacia la parte trasera y ante mi sorpresa el tirador de la puerta cedió con facilidad. No sabía qué podía encontrar, por eso me sorprendieron tanto los folletos esparcidos por el suelo.
Ahí estaban las fotos de mi amada, bajo el rótulo del nombre de la empresa cibernética que anunciaba la última generación de inteligencia artificial.
Ella, en varias versiones y con distintitos atuendos, parecía ser la última propuesta en domótica para el hogar. Volví a fijarme en su rostro, ahora sin el riesgo de turbarla, y corroboré lo que ya había observado y todavía hoy me obsesiona: La habían fabricado sin pestañas.
Su precio es prohibitivo. Me he pluriempleado, he hipotecado mi casa y sigo ahorrando.

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