viernes, 28 de enero de 2011

Si falta el aire


A continuación tienes un relato corto, para que veas la importancia de las palabras. No hay que escribir demasiado para llegar a decir algo. Se trata de que cuentes una historia en menos de 1000 palabras. Cuando esté terminada debes mandarla por correo al profesor para que la publique en este blog. Además tienes que realizar un extenso comentario todos los relatos de otros compañeros


ROSANA ROMÁNRogelio lleva una bolsa con ruedas. Parece que se va de viaje pero no va a ninguna parte. Un delgado tubo transparente sale de la pequeña maleta, sube por detrás de su oreja y entra en su nariz. Vive pegado a él día y noche desde aquel día en que su asma fue a más y despertó de madrugada con el diafragma cerrado impidiendo el paso del aire a sus pulmones.

Fue como estar bajo el agua aguantando la respiración y, al emerger, no poder controlar la entrada de oxígeno, ni por la boca ni por la nariz, incapaz de recuperar el aire.
Con ese ahogo infinito despertó Rogelio. Alargó la mano buscando a tientas el interruptor de la lamparita pero en su atropellado tanteo no lo encontró. Incorporándose, abrió la boca compulsivamente en busca de aire que llevar a su interior, pero sólo consiguió boquear, como un pez fuera del agua.
Abrió el cajón de la mesita de noche tratando de encontrar el inhalador y rebuscó en ella aventando todo lo que no fuera el “tubo salvador”. Aspiró con las pocas fuerzas que le quedaban, una vez, dos veces, tres. Sin resultado. Notó un sofoco subir por su garganta, quemar sus mejillas y galopar en sus sienes y se le apoderó un desespero que incitaba a gritar, aunque apenas consiguió emitir un hilo de voz convertido en lamento. Ni siquiera podía llorar porque le faltaba el ímpetu necesario para arrancar.
Antes de perder el conocimiento se lanzó sobre la mesita empujando todo lo que había en ella: la lámpara, el despertador, el vaso de agua, todo cayó al suelo con gran estruendo en un último intento de que su hermana lo escuchara, de no acabar su vida tirado en el suelo.
Después de varios días en el hospital, cuando le daban ya el alta, se enteró de que Manuela, su hermana, ya no quería hacerse cargo de él y había sugerido que le asignaran una residencia. El propio hospital tuvo que buscarle un centro donde poder recuperarse. Al cabo de un mes, se fue a su casa. La que compartía con su hermana. La que él había comprado con la indemnización que le dieron en la empresa. La que le pagó por haber estado intoxicándose durante cuarenta años. Los que tardó en empezar a ahogarse.
Le dio una semana a Manuela para que se buscara otro lugar donde vivir y se metió en su cuarto para no escucharla llorar.
Ya no fue el mismo desde entonces. No supo qué parte era la enfermedad y qué parte la decepción, pero se le agrió el carácter y se volvió más intransigente.

Sabe que de momento no va a morir, tiene todo el oxígeno que necesita aunque respirarlo se haya convertido en un tormento cotidiano. Aspira suave y poco, reservando fuerzas para la siguiente inspiración y para la siguiente y la siguiente. Y se agota, con un cansancio profundo que va acumulando, como el anhídrido en su abdomen hinchado.
Desde entonces deambula sorteando como puede el humo de los locales, las escaleras y las calles en cuesta, y cuando algún coche invade su acera, baja y lo rodea, pero mientras pasa, con una navajita que guarda para la ocasión, va rayando horizontalmente la chapa de punta a punta, y enseguida vuelve a su acera a seguir arrastrando sus miserias con ruedas.
Pero hoy ha encontrado su paraíso. Está muy cerca de su casa, en la Estación Central. Ha sido cuando se le ha ocurrido ir a tomar un café en el bar del recinto. Mientras estaba allí, ha observado que nadie se fijaba en él. No tenía que girar la cabeza, ni que ocultar la maleta tras sus piernas. Todo el mundo iba con prisa arrastrando un equipaje parecido al suyo.
Ha paseado por la estación, andén arriba, andén abajo, y se ha sentado a descansar en un banco como si esperara su tren. Luego ha vuelto a su casa vacía, con la intención de volver mañana. A eso se dedica Rogelio, a pasear por los vestíbulos de la vida, camino a ninguna parte.

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